Sería en el ojo de una vaca, en las espinas de un besugo, en los anillos de un tronco cortado, en la mano ardiente del sogatira, en las entrañas de un ternero, en las redes olvidadas de los náufragos del Cantábrico, en el hierro que Jaungoikoa sembró a sus pies. Debió ser en la tumba de Lelo, en el fantasma de Uchín Tamayo, en las brasas del hogar de Túbal, en la sangre derramada en Beotibar, en los engaños de Maitagarri, en el sueño de Luzaide, en el corazón de Amaya, en las piedras rojas de Arrigorriaga. Fue allí donde escuchó la voz del Padre y comprendió su misión. El caudillo, el elegido, el llamado, el esperado, el Mesías.
Desde entonces acude cada día a la orilla alavesa del Ebro, esperando el momento de alzar su cayado y abrir en dos las aguas del río, para que mueran ahogados los impuros.